Sentía su cuerpo rodeado de oro,
enredaba su pelo, invisible cabellera roja
incandescente flotando en el mar.
Era plácido descansar ahí, así,
creyendo que su abrazo iba a ser eterno.
No quedaba nada en ella que ella no supiera,
sus cuerpos ondulantes se deslizaban errantes
ajenos, imperturbables.
La belleza acuosa, atrapada en el tiempo,
era lo que se desprendeía de su silencio,
tejido por sutiles marañas de caricias.
El océano las protegía,
para siempre,
aleteando, alargando su sueño.
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